domingo, 28 de febrero de 2010

Primeros años


INFANCIA Y JUVENTUD DE JOSÉ


Al cumplirse el octavo día del nacimiento del glorioso Patriarca, celebrado por sus parientes y deudos con las expansiones de júbilo con que cielos y tierra saludaron a tan excelso bienaventurado, fue sometido éste al acto cruento de la circuncisión, exigido por la antigua Ley, y le fue puesto el nombre de José, que significa aumento, sin duda por inspiración de Dios, porque en el santo Patriarca el crecimiento de la virtud fue constante, y porque ese nombre le era conveniente para corresponder a la figura que le había precedido en el antiguo testamento, aquel otro José, hijo también de un Jacob, cuya vida tantas analogías tuvo con las del padre adoptivo del Hijo de Dios.

En su calidad de primogénito debía el santo Patriarca ser presentado al templo de Jerusalén y redimido por el precio que la ley establecía; y a los cuarenta días de su nacimiento, Jacob y su esposa se trasladaron a la ciudad santa sin pompa alguna, porque estando sometida la Judea por Antípatro, padre de Herodes, los descendientes de David tenían hartos motivos para temer las iras de los nuevos dominadores.

En el templo cumplieron con las prescripciones de la ley, y vueltos a su casa, se dedicaron, con el desvelo propio de tan buenos padres, a la educación de aquel predestinado a tan altos fines.

Creció José en años y en virtud bajo la cariñosa vigilancia de los autores de sus días, y al cumplir el sexto año de su edad un triste suceso vino a turbar la calma en que sus días se deslizaban. Antígono, hijo de Aristóbulo, había sido nombrado por los romanos Procurador de Judea, en sustitución de Antípatro, y Herodes, hijo de éste, influyó tanto en el ánimo de Antonio, que logró ser nombrado Tetrarca.

No satisfecho con esto, y a fuerza de intrigar en el Senado de Roma, se hizo nombrar rey de Judea, y era tanta y tan justificada la fama de su crueldad, que todo Israel se llenó de consternación y espanto al anuncio de que íban a quedar sometidos a la ferocidad de aquel tírano.

Pronto los hechos justificaron este temor, pues Herodes, así que se vio en el trono, reunió un poderoso ejército, con el que arrojó de Jerusalén a Antígono y asoló la Galilea y la Judea, ensañándose muy especialmente con los que permanecían fieles a la casa de David y anhelaban restaurarla en el trono de sus mayores.

En medio de tantos estragos, la familia de San José se puso en salvo, cumpliéndose lo que el Señor anunció por boca de Zacarías cuando dijo: “Salvaré la casa de Jesé”; pero los trabajos y tribulaciones que en aquel período azaroso de su infancia padeció el Santo Patriarca fueron muchas y extraordinarias, si bien sirvieron para acrisolar su virtud haciéndole más digno del alto ministerio a que estaba destinado.

Para sustraerse mejor a toda pesquisa de los partidarios de Herodes le llevó su familia a Belén, y allí permaneció hasta la edad de doce años, en que volvió a Jerusalén para aprender de los sacerdotes del templo la ciencia y la sabiduría propias de su esclarecido linaje.

En aquellos tiempos no había escuelas públicas para la instrucción literaria de la juventud: dicha instrucción se recibía en la casa paterna.

Había, sin embargo, en cada ciudad, una escuela pública de religión, denominada sinagoga, en la cual se leía y explicaba la Sagrada Escritura.

José, por lo tanto, cuando fue capaz de aprender, recibió de sus padres la instrucción literaria de aquellos tiempos; y en los días festivos, o sea en los sábados, frecuentaba la sinagoga de su ciudad, en la que aprendió las verdades de la religión.

Al perder a su madre, el sacerdote Zacarías, que con su esposa Santa Isabel habían tomado gran parte en su aflicción, procuraron templar la de San José con dulces consuelos. Fue en una de las conversaciones íntimas que el Santo Patriarca tuvo con Zacarías cuando le descubrió su propósito de dedicarse a la vida solitaria y contemplativa, consagrándose por entero al servicio de Dios, observando perpetua virginidad.

Admiró Zacarías el fervor del castísimo joven, y no atreviéndose a disuadirle de tan santo propósito por considerarlo inspirado de Dios, le aconsejó que hiciera el voto que deseaba, pero no absoluto, sino subordinado a la voluntad divina, si |así fuese del agrado del Señor.

Algunos escritores sagrados dicen que San José hizo el voto de perpetua virginidad a los doce años de edad; pero otros opinan que a esa edad concibió él propósito de hacerlo, y que después de madura meditación, lo pronunció a los diecisiete años.

Fue verdaderamente providencial que San José decidiera consagrar su virginidad a Dios en un tiempo en que todos los hebreos aspiraban a la gloria de ser progenitores del Mesías, ignorando los medios de que el Señor se serviría para consumar el misterio de la redención del linaje humano.

Pero San José fue el primer amante de estar virtud tan amada por el Salvador del mundo, sin pensar tampoco que precisamente conservándola es como llegaría a la altísima dignidad de padre legal de Jesucristo, que tanto deseaban conseguir por vías meramente humanas todos sus compatriotas.

Mientras tanto, como era costumbre entre los hebreos que cada joven aprendiera un oficio, cualquiera fuese su condición y fortuna; y con mayor razón porque para José el trabajo era una necesidad, apenas llegó a la juventud entró como aprendiz en el taller de un carpintero, donde se hizo hábil en esta humilde profesión, que ejerció después durante toda su vida.

Muchos escritores dicen que estaba dotado de gran ingenio, era rico en ciencia religiosa, y muy experto en el ejercicio de su arte.

Su figura era noble y atrayente; su porte, digno y dulce a un tiempo, y su rostro, hermosísimo, según Gersón, semejante al de Jesús, cuya hermosura nadie igualó jamás entre los hijos de los hombres.

Es indudable que José fue un lirio candidísimo de pureza.

Y al respecto conviene recordar que el pecado original, aunque borrado por el santo Bautismo, deja en el hombre el germen del pecado; es decir, la inclinación a él, y especialmente a la impureza. La historia, empero, nos asegura que Dios no permitió que algunos de sus predilectos sintieran tal inclinación.

Así, por ejemplo, de Santo Tomás de Aquino sabemos que después de una victoria extraordinaria, reportada contra la impureza, ciñeron los ángeles su cuerpo de tal modo, que en adelante no volvió a sentir en su carne tentación alguna.

De San Luís Gonzaga se cree comúnmente que haya sido preservado de esta clase de peligros.

Y lo mismo se asegura de otros muchos Santos.

Pues, si Dios concedió este favor a muchos Santos, con mayor razón se lo habrá otorgado a José, que había sido santificado antes de nacer, y estaba destinado a ser el esposo de la Reina de las Vírgenes y el custodio de Jesús, Cordero sin mancha que se deleita en apacentarse entre los lirios.

Tal opinan Gersón y muchos otros respetabilísimos escritores de las glorias de San José.

A este divino privilegio de no estar sujeto en el alma ni en el cuerpo a tentaciones impuras, correspondió José, de su parte, entregándose todo a Dios desde su primera juventud.

Le consagró los pensamientos, los afectos, el alma, el cuerpo, todo su ser; le prometió vivir casto toda su vida, y, según hemos vito, hizo voto de perpetua virginidad, voto hasta entonces desconocido, y que constituye la gloria de su juventud.

Como no se conocía entonces el precio de la virginidad, los otros Santos del Antiguo Testamento, o no fueron vírgenes, o si hubo alguno fuera de José, no lo fue en virtud del voto que consagrara a Dios su virginidad.

No menciona este voto el Evangelio; mas no faltan razones de alta conveniencia, basadas en la Tradición, que confirman tal aseveración.

Santo Tomás de Aquino dice que si Jesucristo eligió un virgen —esto es, a San Juan Evangelista— para confiarle desde la Cruz el cuidado de su Madre; no pudo dejar de elegir también un virgen para que fuese su castísimo esposo.

José guardó exactamente este su voto de perpetua virginidad, y la virtud de la pureza.

En la niñez, en la juventud y en la virilidad, fue tan reservado en las miradas, en las palabras, en el trato, en los pensamientos, en las imaginaciones, en los afectos, en los deseos; fue tan casto de mente, de corazón y de cuerpo, que San Agustín no titubeó en comparar su candor virginal con el de María Santísima, diciéndolo igual.

“José —afirma el Santo Doctor— tiene la misma virginidad que María”.

Cornelio a Lapide lo llamó más ángel que hombre; y San Francisco de Sales llegó a escribir de él estas palabras: “San José, en cuanto a pureza, ha sobrepujado a los Ángeles de la más alta jerarquía”.

Con semejantes expresiones, estos Santos quieren significar que están convencidos de que José llevó una vida, no sólo alejada de los desórdenes de la impureza, sino también de que jamás alimentó en su mente ningún pensamiento, ni en el corazón ningún afecto menos puro, menos casto, y de que, en suma, guardó el voto de virginidad y la virtud de la pureza con la mayor perfección.

Pero, además de esto, se vio el Santo Patriarca adornado de todas las otras virtudes.

El Evangelio nos dice que José, cuando se desposó con María, era justo.

Al explicar San Jerónimo esta palabra justo, afirma que José era llamado así, porque poseía en grado perfecto todas las virtudes.

De suerte que, a la edad de treinta y tres años —esto es, cuando se desposó con María— era ya un gran santo.

Y no se debe pensar que se hiciera santo entonces, sino que desde niño practicó todas las virtudes, conforme a la opinión común entre los doctores católicos de que José había sido confirmado en la gracia.

Además, si Dios lo escogió para ser esposo de María, debemos decir que fue el joven más santo entre todos, como María fue la más santa entre todas las doncellas.

Del mismo modo que si hubiera habido una doncella más santa que María, aquélla y no ésta habría sido elegida para ser la Madre de Jesús; así también, si hubiera habido un joven más santo, más perfecto que José, aquél y no José habría sido elegido para esposo de María.

Así, pues, José pasó su juventud caminando siempre por la senda de la perfección, y, como dice San Pedro Damián, fue en santidad muy semejante a María.

Estaba, además, destinado a ser el custodio del Hijo de Dios, que es la misma santidad.

Al respecto dice San Bernardino de Siena: “Cuando Dios destina una persona a un oficio determinado, le da también los dones especiales, necesarios para cumplir los deberes inherentes”.

Si, pues, Dios confió a José una misión tan sublime, cual es la de ser el Padre adoptivo del Redentor; fácil es argumentar la multiplicidad, la excelencia, la sublimidad de los dones sobrenaturales con que lo enriqueció.

De aquí deducimos que José, antes de desposarse con María, era modelo de la juventud.

Con su docilidad, obediencia y respeto a los padres, era su consuelo; con el retiro, con el silencio, con la circunspección en las palabras y en la mirada, edificaba a sus relaciones.

Trabajaba para ganarse el sustento; pero con el trabajo trataba de glorificar a Dios, y en medio del trabajo, a Él elevaba la mente y el corazón, de modo que su vida era un continuo entrelazarse de las acciones, palabras, afectos y pensamientos más santos; era un acopio de todas las virtudes.