martes, 23 de marzo de 2010

La sombra del Padre


SAN JOSÉ

— Por Ernest Hello —

¡San José!, ¡la sombra del Padre!, ¡aquel sobre quien la sombra del Padre se proyectaba densa y profunda!

¡San José!, ¡el hombre del silencio!, ¡aquel a quien la palabra apenas toca!

El Evangelio no dice de él más que esto: “Era un hombre justo”. El Evangelio, tan sobrio siempre en palabras, es más sobrio aún que de costumbre al hablar de San José.

Diríase que este hombre, envuelto en el silencio, inspira silencio. El silencio de San José produce el silencio alrededor de San José. El silencio es su alabanza, su genio, su atmósfera. Donde él está, el silencio reina.

Dicen algunos viajeros que cuando el águila se cierne, el peregrino sediento adivina una fuente en el lugar del desierto donde la sombra del águila se proyecta. El peregrino escarba la tierra en aquel lugar, y el agua brota. El águila lo había dicho en su lenguaje, esto es, cerniéndose. La belleza se convertía en utilidad, y el que tenía sed, entendiendo el lenguaje del águila, buscaba entre la arena, y encontraba el agua.

Haya lo que haya de verdad natural en ella, esta preciosa leyenda es fecunda en grandes símbolos. Cuando la sombra de San José se proyecta en alguna parte, el silencio no está lejos de allí. Escárbase la arena, que en su significación simbólica representa la naturaleza humana, y el agua brotará.

Y el agua será aquel silencio profundo en el que están contenidas todas las palabras, aquel silencio vivificante, refrescante, apaciguante, saciante: el silencio substancial.

Donde la sombra de San José es proyectada, la substancia del silencio, profunda y pura, brota de lo más hondo de la naturaleza humana.

No hay palabra suya en la Sagrada Escritura. Mardoqueo, que hizo florecer a Ester a su sombra, es uno de los precursores del Santo. Abraham, padre de Isaac, representa también al padre putativo de Jesús. José, hijo de Jacob, es su imagen más expresiva.

Este primer José fue en Egipto el guardador del pan natural. El segundo José fue en Egipto el guardador del Pan Sobrenatural. Ambos fueron los hombres del misterio: y el sueño les dijo sus secretos. Ambos fueron instruidos en sueños, y ambos adivinaron las cosas ocultas. Asomados al abismo, sus ojos veían al través de las tinieblas. Viajeros nocturnos, descubrieron sus caminos a través de los misterios de la sombra. El primer José vio el sol y la luna prosternados ante él. El segundo José mandaba a María y a Jesús: María y Jesús le obedecían.

¡Qué abismo interior debió habitar el hombre que sentía a Jesús y a María obedecerle, el hombre a quien tales misterios fueron familiares, y a quien el silencio revelaba la profundidad del secreto que guardaba!

Cuando aserraba sus maderas y veía al Niño trabajar a sus órdenes, sus sentimientos, ahondados por esta situación inaudita, se entregaba al silencio que los ahondaba más todavía; y desde la profundidad donde vivía con su trabajo, tuvo la fortaleza de no decir a los hombres: “El Hijo de Dios está aquí”.

Su silencio parece un homenaje a lo inefable: es como la abdicación de la Palabra ante lo insondable y ante lo Inmenso. El Evangelio, que tan pocas palabras dice, tiene los siglos por comentadores y hasta se puede decir que tiene los siglos por comentario. Los siglos ahondan en sus palabras y hacen brotar del pedernal la chispa de luz viva. Los siglos tienen por misión sacar a luz las cosas del secreto.

San José ha sido desconocido durante mucho tiempo; pero desde Santa Teresa, especialmente encargada de revelarlo, es mucho menos ignorado.

Y, ¡cosa extraña!; cada siglo tiene dos aspectos, el cristiano y el anti-cristiano; aquél se opone a éste por un contraste directo y admirable. El siglo XVIII, siglo de la risa, de la frivolidad, de la ligereza, del lujo, tuvo un Benito José Labre. Este mendigo llega a alcanzar gloria, hasta gloria humana, mientras cuantos brillaron en su tiempo han caído en una bajeza histórica, que no se parece a ninguna otra, y ante la cual son glorias las bajezas ordinarias.

Yo no sé lo que Dios habrá hecho con las almas de muchos que brillaron en el siglo XVIII; pero la ciencia humana, a pesar de su imperfección y de su lentitud, ha hecho justicia a sus nombres. Los representantes del siglo XVIII quedan enterrados en un olvido especial. José Labre, que es su contradicción viviente, brilla hasta a los ojos de los hombres; y aquellos mismos que intentan burlarse de él se ven obligados a considerarlo como un personaje histórico.

El siglo XIX es, sobre todos, y en todos los sentidos del vocablo, el siglo de la Palabra. La Palabra, buena o mala, llena nuestra atmósfera. Una de las cosas que nos caracterizan es el ruido. Nada más ruidoso que el hombre moderno: ama el ruido, le gusta hacerlo alrededor de los demás, y le gusta sobre todo que los demás lo hagan a su alrededor. El ruido es su pasión, su vida, su atmósfera: la publicidad reemplaza en él muchas otras pasiones que mueren ahogadas en esta pasión dominante, a no ser que vivan de ella y se alimenten de su luz para brillar con mayor violencia.

El siglo XIX habla, llora, grita, se alaba y se desespera, y todo lo convierte en exhibición. Detesta la confesión secreta, y estalla a cada momento en confesiones públicas. Vocifera, exagera, ruge. Pues bien, este siglo de estrépito será el que haya visto elevarse y engrandecerse en el cielo de la Iglesia la gloria de San José. San José acaba de ser oficialmente elegido Patrono de la Iglesia entre el fragor de la tempestad; y es más conocido, invocado y honrado que en tiempo alguno. Entre rayos y truenos, prodúcese insensiblemente la revelación de su silencio.

¿Hasta qué punto penetró San José en la intimidad de Dios? No lo sabemos; pero, en medio del tumulto que nos rodea, nos sentimos penetrados por el sentimiento de paz inmensa dentro del cual se deslizó su vida: y parece que este contraste quiere revelarnos la oculta grandeza de las cosas.

Muchos que nada tienen que decir, hablan, y bajo el ruido de su lenguaje y la turbulencia de su vida disimulan la nada de sus ideas y de sus sentimientos. Y San José, que tanto tiene que decir, no habla: guarda dentro de sí las grandezas que contempla; dentro de él se levantan montañas sobre montañas, y las montañas son silenciosas.

Los hombres son arrastrados por el “hechizo de las bagatelas”. Pero San José, entre las tribulaciones de su viaje a Egipto, en esta fuga de Jesús ya perseguido, permanece en paz, dueño de su alma y en posesión de su silencio. En medio de los pensamientos, de los sentimientos, de las rarezas, de los incidentes y dificultades de este viaje, el que representa al Dios Padre huye como si fuera débil y culpable a la vez: huye a Egipto, al país de la angustia, vuelve al lugar terrible del cual sus antepasados salieron bajo la protección de Dios. Anda, en dirección inversa, el camino que anduvo Moisés; y mientras va a Egipto, y está en Egipto, se acuerda de cuando buscó sitio en la posada y no lo encontró. ¡No hay sitio en la posada!

La historia del mundo está en esas pocas palabras; y esta historia tan compendiosa, tan substancial, nadie la lee: porque leerla quiere decir comprenderla; y la eternidad no es bastante larga para tomar y dar la medida de lo que está escrito en esas palabras: “No hay sitio en la posada”.

Lo hubo para otros viajeros, para aquéllos no. Lo que a nadie se niega, no se da a María y José. Y, ¡Jesucristo iba a nacer a los pocos minutos!

El Esperado de las naciones llama a las puertas del mundo... y ¡no hay sitio para Él en la posada!

El Panteón romano, posada de los ídolos, tenía sitio para treinta mil demonios con nombres que se creían divinos; y Roma no tuvo sitio para Jesucristo en su Panteón. Parece que adivinaba que Jesucristo no quería tal lugar ni tal participación.

Uno se coloca más fácilmente cuanto más insignificante es. Al que lleva en sí un valor de humanidad le cuesta más el colocarse; y más todavía a aquél que lleva en sí una cosa admirable y próxima a Dios, pero el que lleva a Dios mismo no encuentra sitio.

Todos parecen adivinar que lo necesita demasiado grande, y por pequeño que Él quiera hacerse, no logra desarmar el instinto de los que lo rechazan; no logra persuadirlos de que se parece a los otros hombres; por mucho que oculte su grandeza, ésta brilla a su pesar, y a su proximidad las puertas instintivamente se cierran.

Esta pequeña frase, que no dice sino: “porque no había sitio para ellos en la posada”, es tanto más terrible cuanto más sencilla. No es el acento de la queja, del reproche, de la recriminación: está en el tono natural del relato, que suprime toda reflexión, pues el Evangelio deja que las reflexiones nos las hagamos nosotros mismos: “Quia non erat locus in diversorio”. ¿Y qué decir de esta palabra “diversorio”, que indica multiplicidad?

Los viajeros comunes, los hombres que hacen número, habían encontrado lugar en la posada. Pero Aquél que María llevaba iba a nacer en un establo, porque Él era quien debía decir un día: “Una sola cosa hay necesaria: Unum est necessarium”. El “diversorio” le había sido cerrado.

Sería menester que un rayo iluminara nuestra noche y nos mostrara todos los siglos de una vez en un solo punto y en un instante, para que esta frase tan corta, tan pequeña, tan sencilla, nos apareciera tal como es: para que nos apareciera tal como es esta posada en la que María y José no encuentran sitio. Sería menester un rayo iluminando un abismo. ¿Qué sucedería si nuestros ojos se abrieran?

El Padre Faber se pregunta qué pensarían las madres de los Inocentes que poco tiempo después fueron degollados. Se pregunta si no meditarían sobre el hombre y la mujer que no habían encontrado sitio, y sobre el Niño que no tuvo sino un pesebre para nacer. Tampoco la tierra debía darle sitio para morir: al cabo de algunos años debía arrojarlo a lo alto de una cruz. La tierra fue como la posada; fue inhospitalaria.

San José cumple en la realidad lo que otros cumplieron figuradamente. Después de haber guardado en Egipto el Pan de vida, realizando aquello de lo cual el primer José fue la sombra, vuelve a Nazareth y hace lo mismo que Josué había hecho. Josué había detenido el sol en su curso. Aquél que era la luz del mundo abandonó a María y a José para ir a Jerusalén a defender la causa de su Padre; pero María y José van a encontrarlo allí y lo vuelven a casa. El sol que parecía haber comenzado su curso queda detenido durante dieciocho años. De los doce años a los treinta, Jesús no se mueve de su casa.

¿Qué edad tenía cuando José murió? No se sabe, pero parece que cuando Jesús abandonó su casa José ya había muerto. Y en aquella casa, ¿qué pasó?, ¿qué misterios fueron descubiertos a los ojos de aquel hombre a quien Jesús obedecía?, ¿qué veía José en los actos de Jesucristo? Estos actos, por su misma sencillez, debieron tomar a sus ojos proporciones inconmensurables. ¿Qué no vería en el menor de sus movimientos?, ¿qué no vería en su actividad aparentemente limitada?, ¿qué no vería en su obediencia? ¿Con qué son debió vibrar en el fondo de su alma esta frase: “Yo mando, y él obedece; yo ocupo el lugar de Dios Padre”?, y tras esta frase, debajo de ella, en el fondo, debía haber algo más profundo que ella misma: el silencio que la envolvía; y la frase que habría dado fórmula al silencio, quizá no llegó a formularse nunca. Quizás estaba oculta en el silencio que la contenía.

Cuando las palabras humanas llamadas sucesivamente por el hombre se reúnen declarándose una tras otra impotentes para dar expresión al fondo de su alma, entonces el hombre cae de rodillas, y del fondo de su abismo álzase el silencio. Y este silencio que sale del fondo del abismo, traspasa las nubes y sube al trono de Aquel que ha tomado “las tinieblas por retiro”: sube al trono de Dios con los perfumes de la noche.

Este gran silencio de la naturaleza que se llama el sueño, fue el templo donde los dos José oían las voces del cielo. El primer José fue vendido por causa de un sueño que excitó la envidia y el odio de sus hermanos. Por un sueño fue llevado a Egipto. En sueños recibió San José la orden de huir a Egipto.

Mandó. La madre y el niño obedecieron. Me parece que aquel mandar debió inspirar a San José ideas prodigiosas. Paréceme que el nombre de Jesús debía tener para él secretos admirables. Paréceme que, cuando mandaba en él, la humildad del Niño debía tomar proporciones gigantescas que no podían medirse con sentimientos conocidos. Aquella humildad debía ir a reunirse con su silencio, en su lugar, en su abismo. Y aquel silencio y aquella humildad debían engrandecerse uno a otra.

San José escapa a nuestra apreciación, que no puede medir la altura de sus funciones. Dios, tan celoso, le confió la Santísima Virgen. Dios, tan celoso, le confió a Jesucristo. Y la sombra del Padre caía todos los días sobre él, sobre José, tan densa, que las palabras apenas se atreven a acercarse a ella.

Cuando estaba en su taller, ¿presentábanse a su imaginación las grandes escenas patriarcales? ¿Pasaban ante los ojos de su alma Abraham, Isaac, Jacob, José, su sombra proyectada delante de él, Moisés y el interior del desierto con las llamas de la zarza ardiendo, y todas las personas y todas las cosas pasadas que fueron figura de las realidades presentes?

Y cuando su mirada encontraba al Niño que esperaba sus órdenes para ayudarlo en el trabajo, ¿contemplaba en su espíritu el nombre de Dios revelado a Moisés? , o ¿quedaba interiormente deslumbrado por los recuerdos y los esplendores del TETRAGRAMMATON?

La Virgen que estaba allí, bajo su protección, era la mujer prometida a la humanidad por la voz de los profetas; el universo esperaba, levantando un altar misterioso: “Virgini parituræ”.

El Niño a quien él daba órdenes era Aquél de quien se ha dicho: “Per quem majestatem tuam laudant Angeli, adorant Dominationes, tremunt Potestates”. ¡Por Él tiemblan las Potestades!

La costumbre nos roba la sublimidad de un lenguaje tal. Sin el Mediador, sin Jesucristo, ¿qué harían las Potestades? Por Él tiemblan. Tal vez sin Él, ante la Majestad tres veces terrible, “ni osarían temblar siquiera”.