jueves, 3 de diciembre de 2009


LA PREDESTINACIÓN DE SAN JOSÉ

Los justos que vivieron antes del advenimiento de Cristo, conocedores de los profetas de la Biblia, tuvieron un alma vibrante de esperanza.

Sabiendo que Dios es fiel a su palabra, aguardaban la realización de las promesas: la venida de un Mesías cuya misión consistiría en traer alegría a la Tierra y salvar al mundo, librándole de sus pecados y del poder del Maligno.

Ahora bien, si el hecho mismo de esa redención estaba fuera de toda duda, nadie podía prever la desconcertante manera en que, para la sabiduría humana, habría de producirse.

El Hijo de Dios iba a hacerse presente entre los hombres, pero su venida no iba a ser ni repentina ni deslumbrante.

Aparecería despojado de toda majestad y entraría en el mundo de forma humilde y discreta. Una vida oculta iba a preceder á su vida pública.

Santo Tomás, buscando las razones de esa oscuridad, descubre tres principales:

Al venir a salvar el mundo por la Cruz, era preciso que tuviera un cuerpo capaz de padecer; una manifestación gloriosa habría obstaculizado sus designios: “Si hubiesen conocido al Dios de majestad —afirma San Pablo—, los judíos no lo habrían crucificado”.

Por otra parte, el brillo de su esplendor, además de disminuir el mérito de la fe de sus discípulos, habría hecho dudar de su naturaleza humana y por lo tanto de la realidad de sus sufrimientos.

Si el hijo de Dios no hubiese tenido necesidad de comer, beber y dormir, si se hubiera librado de las miserias inherentes a la naturaleza humana, habría confirmado el error de quienes creen que no se hizo hombre más que en apariencia. No habría sido verdaderamente el “Emmanuel” anunciado por los profetas, es decir, un Dios anonadado, puesto a nuestro nivel, viviendo con nosotros y como nosotros.


Sin embargo, por humilde que debía ser el nacimiento del Hombre-Dios, era preciso que tuviera al menos un carácter excepcional en un punto: el Hijo eterno de Dios no podía nacer más que de una mujer virgen.

Sólo el Espíritu Santo debía ser el autor de su concepción, pues es inimaginable que fuera de otra manera.

El Hijo de Dios no podía tener más que un Padre en el sentido exacto y preciso del término.

Ciertamente, eso se podía lograr mediante un prodigio, pero se trataba sin duda de un prodigio indispensable.


Ahora bien, si Dios debía revestir la naturaleza humana en el seno de una virgen por obra y gracia del Espíritu Santo, ¿qué iba a pasar con el honor del Niño y con el de su madre si los hombres ignoraban el misterio? ¿No quedaban expuestos a ser víctimas del desprecio y del baldón públicos? ¿No recaería la vergüenza sobre Aquel que venía a purificar al mundo de toda mancha lo mismo que sobre Aquella que lo había engendrado? La Virgen que iba a alumbrar un niño, según la profecía de Isaías, no podía proclamar a los cuatro vientos los favores de que había sido objeto.

Además, ¿quién la hubiera creído? Incluso suponiendo que la modestia, el candor, la gracia, la pureza, iluminasen su frente, su persona y todo su comportamiento, con una luz vivísima, no habría bastado para garantizar el crédito de su testimonio.

Se habrían considerado sus afirmaciones como refinada hipocresía, y cuando el hijo nacido de su carne dijera más tarde a los judíos ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?, éstos le habrían echado en cara el oprobio de su nacimiento.


Ciertamente, Dios habría podido intervenir para revelar milagrosamente el misterio de la concepción virginal de su Hijo.

Se habría podido oír una voz proveniente del cielo —como sucedió en el Tabor— declarando que ése era su Hijo bien amado, nacido de una Virgen.

Pero esta forma de obrar no es propia de Dios. A su infinita sabiduría le place, incluso para realizar los más asombrosos milagros, usar los medios más sencillos, menos aparatosos.

Para poner la reputación de su Hijo y de la Madre al abrigo de las ultrajantes sospechas de los hombres, le bastó cubrir el misterio de su concepción con el velo de un santo y legítimo matrimonio.

Si hacía falta que la Virgen-Madre tuviera un marido para salvar su honor, también era necesario para que fuese padre nutricio del niño que iba a nacer.

Asombrosa proposición si se piensa que este Niño era el Verbo divino, y por lo tanto, padre nutricio de todas las criaturas, Aquel de quien todos los seres reciben su vida, su sustancia y su crecimiento.

¿Iban, pues, a cambiarse los papeles y la criatura convertirse en proveedora de su Creador? Así iba a ser, en efecto.

Aquel cuya Providencia abarca la entera creación, va a pedir a una criatura humana que le socorra, porque quiere nacer como los demás niños: desnudo, frágil, inerme, incapaz de proveer por sí mismo a las necesidades más imperiosas de su naturaleza humana, sin poder expresarlas más que mediante gemidos inarticulados y lágrimas.

Y así como ha puesto junto a las más humildes cunas un padre y una madre, pondrá también junto a su propia cuna, al lado de su Madre, un hombre con verdadero corazón de padre que tendrá como misión alimentarle, vestirle y ofrecerle una morada.

El Verbo eterno encarnado necesitará igualmente un protector que le libre de las pruebas, dificultades y peligros en que habrá de encontrarse, pues su Padre celestial le dejará desprovisto de todo.

No tendrá soldados, ni legiones angélicas a su servicio, y mientras no sea suficientemente fuerte como para protegerse a sí mismo, su debilidad infantil reclamará la ayuda de unos brazos para protegerse tras ellos en la hora del peligro.

Todas esas tareas le van a ser confiadas a San José.


Al comienzo de la creación, la maravillosa sabiduría de Dios dijo a Adán, tras llamarle a la existencia: No es bueno que el hombre esté solo. Yo le daré una ayuda semejante a él.

Cuando llegó el momento elegido por Dios para reparar el desastre causado por el pecado de la primera pareja, vio que tampoco era bueno que la Virgen diese a luz sola, sin apoyo ni ayuda de nadie.

San José fue el fruto de ese gran designio divino. En el pensamiento de Dios, estaba predestinado a dar al Niño que había de nacer, y a su Madre, un hogar tranquilo, con objeto de que uno y otro pudiesen disfrutar, a los ojos de los hombres, de una situación normal: habría de ser el guardián que rodearía como con un velo de silencio, de candor, de paz y de respeto, la inocencia de María y la debilidad del Niño.

Gracias a San José, su honor quedaría libre de toda sospecha, y si un día hubiera de ser puesto en tela de juicio, sería el testigo más autorizado, el menos sospechoso para atestiguar su integridad.

A la espera de que la identidad del Niño quedase desvelada, sería, con su sola presencia silenciosa y santa, el guardián del secreto de la Encarnación virginal.

Hasta que los Apóstoles reciban por misión manifestar al mundo el misterio del Hijo de Dios, él, provisionalmente, disimulará este misterio y lo mantendrá oculto a los hombres.

Por otra parte, los designios de Dios le señalan como escogido para permanecer al lado de la Virgen y de su Hijo, a fin de cuidarlos y conducirlos en días de prueba y de persecución por los caminos y de ganar el pan de todos con el sudor de su frente, en espera de que el Niño, convertido en adolescente, fuese iniciado en esa vida laboriosa que habría de llevar durante largos años.

Y es aquí donde hay que admirar la grandeza de la misión recibida por San José: dar morada a quien creó el Universo, alimentar a quien es la Providencia mantenedora de todos los seres, vestir a quien da a los lirios del campo un ropaje más maravilloso que el de Salomón, ejercer respecto de Aquel a quien todos los hombres llaman “Padre” la carga y los deberes de la paternidad.

Pero por sublime que fuera la tarea que Dios confió a San José, lo que esperaba de él en primer lugar era su abnegación.

Cada vez que Dios llama, sus exigencias implican, para el llamado, la obligación de vaciarse moralmente de sí mismo, con objeto de no tener a la vista más que la búsqueda de los deseos divinos.

Por eso, el alma de José debía estar dispuesta a todas las renuncias y todas las abnegaciones.

Por eso, también, Dios, que le había escogido desde toda la eternidad, le había ido moldeando espiritualmente para que estuviera a la altura de sus funciones.

Mientras tanto, nadie, viendo a José atravesar las callejas de Nazaret, descalzo, con una viga al hombro, camino de su taller, supondría el incomparable destino que Dios tenía reservado a este humilde artesano de aldea, sin el cual nada hubiese sucedido, en el misterio de la Encarnación, tal y como Dios lo había decretado.