viernes, 25 de diciembre de 2009


EL MODELO DE NAZARET

10 de Abril de 1940


Al acogeros junto a Nos, queridos recién casados, ¿cómo podría nuestro pensamiento no dirigirse hacia San José, castísimo esposo de la Virgen María, patrono de la Iglesia universal, cuya solemnidad celebra hoy la sagrada liturgia?

Si todos los cristianos tienen motivo para confiar en la protección de este glorioso patriarca, vosotros tenéis ciertamente un título especial para tal gracia.

Todos los cristianos son hijos de la Iglesia. Esta santa y dulcísima Madre, da a las almas, con el Bautismo, aquella misteriosa participación en la naturaleza divina, que se llama la gracia, y después de haberlos de este modo engendrado a la vida sobrenatural, no les abandona, sino que les procura, mediante los sacramentos, el alimento que mantendrá y desarrollará su vida.

Así se la puede comparar con María, Nuestra Señora, de la cual tomó el Verbo la naturaleza humana, y que luego sostuvo y alimentó la vida de éste con sus cuidados maternos.

Ahora bien, en cada uno de los hijos de la Iglesia debe estar formado Cristo, y todos deben tender a crecer “in virum perfectum, in mensuram ætatis plenitudinis Christi”, hasta ser hombres perfectos, a la medida de la edad plena de Cristo.

Mas ¿quién velará sobre esta Madre y sobre este Jesús? Ya lo habéis comprendido; aquel que hace veinte siglos fue llamado a ser el Esposo de María, el Padre legal de Jesús, el Jefe de la Sagrada Familia.

¡Y qué solicitud puso en cumplir una misión tan sublime!

Bien quisiéramos saber sus más menudas circunstancias; pero este predilecto de la confianza divina, que debía servir como de velo al doble misterio de la Encarnación del Verbo y de la Maternidad virginal de María, parece quedar en su vida terrena como envuelto en una sombra.

Sin embargo, los raros y breves pasajes en los que el Evangelio habla de él, bastan para mostrar qué cabeza de familia fue San José, qué modelo y qué patrono especial es, por lo tanto, para vosotros, jóvenes esposos.

Custodio fidelísimo del precioso depósito confiado a él por Dios, María y su Divino Hijo, él velaba, ante todo, sobre, su vida material. Cuando, para obedecer al edicto de Augusto, partió para hacerse inscribir sobre el registro del censo en la ciudad de David llamada Belén, no quiso dejar sola en Nazaret a su esposa Virgen, a punto de ser madre de Dios.

A falta de más particularidades en los textos evangélicos, las almas piadosas gustan de imaginarse más íntimamente los cuidados que entonces le prodigó a Ella y después al Niño recién nacido. Le ven levantar la pesada puerta del albergue ya lleno; dirigirse después en vano a parientes y amigos; y en fin, rechazado de todos, esforzarse por poner al menos un poco de orden y de limpieza en la cueva. Ya lo tenemos sosteniendo entre sus manos viriles las manecitas, temblorosas de frío, del pequeño Jesús, para calentarlo.

Un poco más tarde, habiendo oído del ángel que su tesoro estaba amenazado, “tomó de noche al Niño y a su Madre”, y por arenosos caminos, apartando del sendero zarzas y peñascos, los condujo a Egipto. Allí trabajó duramente para alimentarlos.

Siguiendo una nueva orden del cielo, probablemente dos años después, los volvió a conducir, a costa de las mismas fatigas, a Galilea, a la ciudad de Nazaret. Aquí enseñaba a Jesús, divino aprendiz, el manejo de la sierra y el cepillo, salía al trabajo fuera del techo familiar y volvía a él por la tarde para ver de nuevo a los dos seres queridos que le esperaban en el umbral con una sonrisa, y con los cuales se sentaba en torno a la pequeña mesa para la frugal comida.

Asegurar a la esposa y a los hijos el pan cotidiano, es el cuidado más urgente del padre de familia. ¡Oh, qué tristeza ver perecer a aquellos a quienes se ama, por que no hay nada en la alacena, nada en el bolsillo!

Pero la Providencia que condujo de la mano al antiguo José cuando, entregado y vendido por sus hermanos, fue primero esclavo para venir a ser luego el superintendente y señor de toda la tierra de Egipto y nutricio de su familia; la Providencia que guió al segundo José en aquel mismo país a donde llegó privado de todo, sin conocer ni los habitantes, ni las costumbres, ni la lengua, y de donde, no obstante todo esto, retornó sano y salvo con María, siempre activa, y Jesús que crecía en sabiduría, en edad y en gracia; la Providencia, ¿no tendrá hoy la misma compasiva bondad, el mismo ilimitado poder?

Ah, tememos muchas veces que los hombres olviden las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio: “Buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”, dad a Dios animosa y lealmente lo que Él tiene derecho a esperar de vosotros: todo el esfuerzo personal posible, la obediencia que se le debe como a Señor supremo, la confianza hacia Él como hacia el mejor de los padres. Entonces podréis contar con lo que esperáis de Él, y que Él prometió cuando dijo: “mirad los pájaros del cielo, mirad los lirios del campo; y no tengáis cuidado por el día de mañana”.

Saber pedir a Dios lo que se necesita, es el secreto de la oración y de su poder, y es también una enseñanza que os da San José. El Evangelio, es verdad, no nos dice expresamente cuáles eran las plegarias que se hacían en la casa de Nazaret. Pero la fidelidad de la Sagrada Familia a la observancia de las prácticas religiosas, nos ha sido explícitamente atestiguada, aunque no había ninguna necesidad de ello, cuando por ejemplo San Lucas nos cuenta que Jesús iba con María y José al templo de Jerusalén por la Pascua, según la costumbre de aquella fiesta.

Es, pues, fácil y dulce representarnos esta Sagrada Familia en Nazaret, a la hora de la acostumbrada oración. En el alba dorada o el violáceo crepúsculo de Palestina, sobre la pequeña terraza de su casita blanca, vueltos hacia Jerusalén, Jesús, María y José, están de rodillas; José, como cabeza de familia, recita la oración; pero es Jesús quien la inspira, y María une su dulce voz a la grave del santo patriarca.

¡Futuros cabezas de familia! Meditad e imitad este ejemplo, que muchos hombres de hoy olvidan. En el recurso confiado a Dios encontraréis no solamente las bendiciones sobrenaturales, sino la mejor seguridad de aquel “pan cotidiano”, tan ansiosamente, tan laboriosamente, y a veces tan vanamente buscado.

Como delegados y representantes del Padre que está en los Cielos y “de quien toda familia en el cielo y en la tierra toma nombre”, pedidle que, como os ha dado algo de su ternura, os dé también algo de su poder, para llevar el grato, pero muchas veces grave peso de los cuidados familiares.